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EL CENTRO EN UNICENTRO

Lo Abierto Al Público, El Espacio Público
Y El Público
Soy agorafóbica y dromofóbica. Ignoro aún si la percepción de mi entorno es causa o consecuencia de esta enfermedad. Tal vez ambas, o a lo mejor ninguna. Para ir y volver de la universidad debo cruzar un centro comercial todos los días. Decir que saludo a los vigilantes no es una exageración: “buenos días señorita” me dicen cada mañana cuando apenas voy, yo les deseo un buen provecho y ellos continúan su café. A las ocho de la mañana sólo se encuentran laborando ellos y el personal de aseo. Los pasillos de Unicentro son caminos vacíos y limpios. Todavía no ha sido puesta la música de ambientación; reina el silencio. Las personas que caminan por el centro comercial a esta hora, lo hacen –la mayoría- en una sola dirección, de la portería de la 5ta a la de la pasoancho. Todos se dirigen a la universidad. Caminan de prisa fijándose poco en las vitrinas aún sin iluminación. Todos eligen la misma ruta para llegar: Dos largos pasillos que parecen calles peatonales, tienen doble calzada y un sardinel con árboles y fuentes, ambos iluminados por luz solar; de una tonalidad ocre que dan la sensación de frescura y tranquilidad.

La mayoría de las clases terminan al medio día.
Cali es una ciudad caliente y a esta hora la temperatura normalmente es de 27ºC. De regreso a mi casa debo cruzar por segunda vez el centro comercial, esta vez todo es diferente. Empezando por la ruta; ahora voy de la portería de la pasoancho a la de la 5ta. Ya el vigilante no me saluda. Los locales están abiertos, las vitrinas iluminadas y de fondo suena juanes. Por los pasillos transitan decenas de personas, una señora con traje deportivo se detiene en la mitad del pasillo frente a un cajero automático, la pierdo de vista antes que termine la transacción. Mi paso es ligero a diferencia del común que camina intermitentemente. Un señor de pantalón dril y camisa a cuadros tiene su mirada perdida en los pechos encontrados de una linda señorita que se ha detenido para contestar su celular, ella se sienta dos segundos después para no obstaculizar a la señora de naranja que viene con un carro repleto de mercado, su esposo recupera la mirada perdida; ahora la pareja se dirige al parqueadero. Al final del pasillo un niño pulcramente vestido espera a que su madre pague la tierra de abono para el bonsái, al instante un señor con traje ejecutivo la abraza por la espalda y se dirigen los tres a un restaurante que esta full en diagonal a ellos. ¡Todos parecen tan felices! He alcanzado a ver hasta la sonrisa que me ofrece un joven que esta tras un mostrador de Tommy Hilfiger, en su local no hay sino otro joven vendedor. Los pasillos han sufrido una mutación, “se han llenado de vida” como diría doña María la señora del aseo, a quien le encanta observar cómo las señoras elegantemente vestidas se gastan en una compra lo que ella se gana en un mes. Los pasillos son ahora mas cálidos –calurosos para mi- el frío ocre se ha desvanecido entre la calidez de múltiples colores; el silencio ha abdicado por murmullos, música, risas –ruido-. Atravieso la plazoleta que a esta hora del día tiene el sol en ángulo cenital, la hace brillantísima e imposible de habitar. El segundo pasillo le devuelve a quien se interna en él una frescura alentadora. Una joven se detiene con su novio frente a una vitrina de tenis, a mi paso voltean la vista, los saludo son de la universidad. Mas adelante una muchacha está sentada tomándose un jugo, la acompañan a cada lado sus paquetes, es rubia y lleva gorra para evitar que el sol le lastime su nariz recién operada. Detrás de ella se levanta en la mitad del pasillo un bar; allí esta sólo un grupo de hombres encorbatados en actitud de ventiladores, observando atentos a las mujeres que han convertido los pasillos en pasarelas y su caminar en un desfile de modas. En ambos lados de esta calle peatonal hay bancos y filas de gente esperando entrar. Finalizando el pasillo esta la opción de dos caminos, me enfilo en los que van hacia la portería. Dos, tres, cinco, nueve y conmigo diez los que se dirigen hacia la 5ta. En sentido contrario viene un señor con ropa ajada, me pasa a toda velocidad, lleva en su mano una maleta a reventar; al segundo, un vigilante con mayor prisa que el señor, grita: “que se detenga”. Todo el mundo se detiene a mirar. Es un vendedor de discos piratas. Con el vendedor somos once los que terminamos del otro lado de la portería, en el andén de la calle 5ta.
Debido a la crisis que existe –ha existido- en los lugares comunes, se ha reconstruido la significación de ciudad, de espacio público. Cuando los habitantes de una ciudad pierden el sentimiento de comunidad, cuando el centro de ésta entra en declive económico, político y cultural, surge una transformación: el centro se desvanece como símbolo de ciudad, se desvaloriza y nace mesiánicamente el centro comercial. Esta evolución convierte a la ciudad, hasta ese momento convergente, es decir que desarrolla toda su actividad en su centro; en una ciudad dispersa, fragmentada, descentralizada. Ahora son centros en la periferia, construidos al lado de la clase floreciente o al lado de importantes avenidas. El centro comercial pasa a ser el lugar más concurrido y significativo para los ciudadanos. Allí se fusiona la actividad social y la de mercado.
Hoy día, en las zonas que fueron diseñadas para el desarrollo social, el encuentro y la reunión de personas, se llevan a cabo relaciones particulares de dominación. Mediante parcelaciones y fragmentaciones del espacio, que luego son privatizadas, se ha desdibujado lo público en lo privado. Aparecen así los espacios semipúblicos, lugares donde selectivamente circulan grupos sociales. Un ejemplo de estos espacios son Los centros comerciales, (o en arquitectura llamados zonas intermedias) están comprendidos por características propias de espacios públicos y privados, sus políticas condicionan la sociabilidad, lo vuelven excluyente mediante ambientes hostiles para quién no sea legítimo de ese entorno –el vigilante investido de autoridad extrae y excluye al vendedor de discos piratas-. En su interior las tensiones de una sociedad heterogénea parecen desaparecer, el caos existe pero en distinta escala. Son entonces espacios abiertos al público, pero no públicos.

La ejecutiva de vestido azul lleva la cara apretada por el sol, da cuatro pasos y ya no está en el andén, ahora esta en la bahía de los taxis. En la mitad de un Cheve y un Daewoo espera varios segundos, quiere cruzar la calle. Bajo sus tacones un pedazo de cebra. Su cuerpo esta inclinado hacia delante y su cabeza hacia la izquierda, sus ojos saltan de un objeto a otro. Primero se fijan desprevenidamente en la cara arrugada del taxista del Cheve, luego se detienen en el bus blanco y negro 6: trata de adivinar si va a arrancar. Su mirada nunca se fija en el semáforo peatonal –igual ¿para que? Ambos están malos-. Después sus ojos se encuentran con los del conductor de la alameda 4, la invitan a abordar, sus cejas lo rechazan y su mirada se fija en el otro lado de la calle; de allá viene corriendo una negrita de cachucha verde, la ejecutiva corre como a su encuentro. Ahora ella esta del otro lado, en el sardinel esperando cruzar la próxima calle. Por su parte la negrita de cachucha se sube en las escaleras del blanco y negro 6; pone a jugar los números de la suerte del chofer, a cambio recibe unas monedas, un piropo y desciende sonriente. Aquí la temperatura parece ascender unos centígrados: a todos nos brilla la frente. El aire es denso, se combinan nubes de polvo y smock. El ruido va en crescendo, las bocinas de los buses se oprimen sin cesar y la voz del pregonero se confunde con la del vendedor. Va un minuto y la portería de la 5ta continua vomitando gente que descuidadamente se acomoda en el andén. Ninguno demorará aquí menos de un minuto o más de cinco. “Calle quinta, calle quinta, directo por la calle quinta, Terminal, La Ermita” grita incesable el voceador, un tipo de unos 45 años; lleva pantalón café y camisa de rayas verde, en su mano un sacudidor que alguna vez fue rojo, en su frente gotas de sudor que se escurren por la cara. De pronto se calla. Pasa por detrás de mí y le reclama a la señora de los jugos. Ella lo ignora; tiene esperando a cuatro personas. Con una mano extiende el vaso de limonada con la otra recibe los mil pesos, vuelve al cucharón, sirve otro vaso y la operación se repite. Otros dos clientes llegan y el voceador sigue alegando. Una anciana llama mi atención:”monita no tiene una monedita que me regale pa´l bus?” su mano sucia y arrugada, la que permite hacerse una idea de la vida que lleva –ha llevado-, ha sido extendida hasta mi cara. Cara que debe revelar confusión pues la señora abre su boca… -como quien va a dar una explicación- “lo que pasa es que tengo que ir…” Yo la interrumpo y pongo una moneda en su mano, ella automáticamente la cierra, no da las gracias y continúa su camino. El voceador ya ha regresado a su lugar de partida, tiene un vaso de limonada, da un sorbo y le guiña el ojo a doña Elena la señora de los jugos; ella lleva casi tres años aquí, se instaló un día cualquiera con una mesa y una jarra de limonada, “me vendí la jarra en una mañana y supe que aquí sería la chamba”. Su hogar lo forman su esposo y sus tres hijos, todos muy pequeños (no alcanzan los diez años). Viven en siloe, pero ella aclara que allá sólo duermen “…mi esposo y mi hijo mayor trabajan toda la mañana en la galería, ayudan a las señoras a llevar el mercado, ellas les dan cualquier monedita… mis otras dos hijas se vienen conmigo pa‘ca, la mayorcita me ayuda hacer los jugos y la chiquita se pone a jugar…nosotras aquí nos estamos todo el día, traemos el almuerzo y todo… mi esposo viene por la tardecita y se pone a escuchar la radio o a leer el periódico…ya en la noche subimos es a dormir” su pobre hogar se ha extendido hasta acá, empieza a desvanecerse el espacio público en lo privado
El espacio público no es sólo una noción urbanística y/o espacial; es un escenario en el cual el ser humano se desarrolla, piensa, espera, encuentra su refugio o bien, su perdición; lucha, muere y renace eternamente. Por su volubilidad e inconstancia en los acontecimientos que lo recorre, por la mezcla infinita entre ambigüedad y continuidad que se registra, el espacio público se convierte en un nicho para –de- una sociabilidad holística construida de ocasiones, encuentros, situaciones e intercambios intensos. Las políticas de orden público-gubernamental diseñadas para estos escenarios, los pretenden nítidos, sumisos y pacíficos; no obstante, el espacio público socializado es por naturaleza intranquilo, pues en él se tejen y se destejen acuerdos y luchas; es un escenario preciso para el constante trabajo de la sociedad sobre sí misma. allí la sociedad se reivindica como tal; los individuos y los grupos se definen, estructurando sus relaciones de poder para someterse a ellas, o en otros casos para ignorarlas mediante organizaciones autónomas prodigiosamente configuradas –como los vendedores ambulantes situados de en el anden de la calle 5ta- .
Los vendedores ambulantes han encontrado un modo de supervivencia en la calle, o más bien como diría doña Elena “una forma de vida”, la habitan, la usan, la transforman. La calle cumple la función que el Estado no: permite el albergue de desempleados, colmando la carencia de lugares de trabajos. Es por esta razón que estos actores la cargan de un sentido de afectividad, cuidándola y convirtiéndola en su territorio. Esto se hace evidente en la manera como demarcan su espacio, como lo mantienen; cualquier trasgresión de acuerdos desencadenaría sin duda alguna un enfrentamiento entre las partes. Doña Elena delimita su espacio con fronteras tangibles_ “del parador para acá es mi lugar”, pero móviles a la vez, pues cuenta que desde el momento en que se ubicó, es mucho lo que se ha desplazado.
Los conflictos en el espacio público son múltiples. El mas evidente o fácil de percibir, es el que se libra entre el peatón y el conductor, la disputa constante y desigual de quién debe transitar primero. Cruzar al otro lado de la calle se convierte de este modo en una cuestión de vida o muerte, la ausencia del mínimo respeto y consideración hacia el más débil se ve reflejado en los índices de mortalidad (en los accidentes de transitó, el 68% de los muertos son peatones) _“La participación del peatón en el desarrollo del tránsito es de altísima importancia…a pesar de que es el más vulnerable –según las estadísticas- su comportamiento no es el más adecuado… camina por las calles cuando los andenes se diseñaron para tal, se cruzan la calle antes de llegar a la cebra o por debajo de los puentes peatonales cuando los hay” , Mientras habla manotea y frunce el seño; es el guarda de transito quejándose del comportamiento del peatón. Pero cuando se le pregunta por su participación en la solución de estos conflictos infla la panza y engruesa la voz “para eso estamos…a nosotros cada mañana nos señalan la zona de trabajo y allí aplicamos de forma estricta toda la normatividad” agrega que las multas al peatón es una sanción que todavía escandaliza “pero es la mejor forma de que aprendan… a le gente le duele cuando le tocan el bolsillo”. No obstante, las declaraciones de los peatones muestran la otra cara de la moneda “…No ve cómo están invadidos los andenes, eso es lo que obliga que uno ande por la calle, además nunca se ha tenido en cuenta en la infraestructura vial a los discapacitados”, reniega una señora enfermera que va por la calle empujando una silla de ruedas, en ella un señor que supera los ochenta años. En efecto, el paseo del peatón se ha considerado un ejercicio extremo, él al encontrar invadido su espacio, se ve en la peligrosa obligación de crear otras vías de circulación. _“No más fíjese usted señorita, aquí no hay ni donde esperar el bus, ¡por eso es que estamos como estamos!”, es un señor con un canasto que esta parado en la bahía de los taxis esperando su transporte. Los agentes de transito insisten por su parte que si el peatón hiciera uso adecuado de la calle, los accidentes de transito se reducirían por lo menos a la mitad, “…A mi me parece el colmo de la inconsciencia que uno tenga que multar a alguien porque no cuida de su propia vida”. Pero en realidad el conflicto parece estar más allá de las manos del agente de transito y el peatón; existe un trasfondo de problemática social y orden público; el desplazamiento forzoso, la violencia familiar, el desempleo y la negligencia del Estado, son algunas de las vertientes que engravecen el problema.

“Taci, taci, taci libre, taci” se escucha gritar, es el pregonero que le abre la puerta a una señora que aborda un taxi; el chofer le da una moneda y el susurra “gracias viejo”. Este señor es el primero en llegar y el último en irse. Su función básicamente es anunciar la llegada de tal o cual bus, la ruta y su recorrido. Su remuneración son las monedas que los motoristas le arrojan por la ventana o las que los choferes de taxi le regalan. Lleva medio año, tiempo suficiente para que lo conozca hasta el portero de Unicentro. “Uno aquí se gana la voluntad de la gente madrecita, con eso tengo pa’ sobrevivir”, esta es su respuesta a la pregunta inquisidora de cuánto se gana. Este voceador dice no tener familia y que su hogar es la calle. Respecto al tiempo que se piensa quedar aquí me dice: “uno nunca sabe, de pronto hoy sea el último día, usted sabe la policía…” se queda pensando –o recordando- y continúa gritando. Han pasado ya dos minutos y mi bus no llega. Me empieza a entrar la ansiedad. Busco entre la gente el carrito de dulces, me dirijo hacia allá. Tres, cuatro, seis, nueve taxis en una bahía diseñada para seis. “Lo que pasa es que aquí las bahías concebidas para el parqueo de taxis no es suficiente… hay que tener en cuenta que esta es la salida de un centro comercial… aquí la oferta debe suplir la demanda”, expone Ricardo, un joven de 26 años que esta terminando su carrera de Administración de empresas y que en el día maneja el taxi de su padre. Antes del carro de dulces están dos paraderos, nadie espera el bus en ellos; se me ocurren varias razones: la primera es que el diseño hace imposible ver -con tiempo- el bus que viene; la segunda es que desde esta hora hasta que cae la noche, los rayos del sol golpean sobre las bancas de acero inoxidable, lo que las hace infuncionales; la tercera, es que (por lo menos en esta ciudad) nunca alguien espera en un paradero el bus, así esté a un metro de distancia; esta última razón –que surge al igual que las demás, por la observación- se debe sostener en el comportamiento de los motoristas, ellos hacen la parada indistintamente de si hay paradero o no. El carrito de dulces es pequeño, no ocupa más de un metro cuadrado; el señor vende desde chicles y cigarrillos, hasta agua y minutos a celular. Ofrece “un servicio completo” como diría él, pues además puede informarle que ruta de bus lo llevará a su destino. Él es el de más antigüedad aquí y aunque se ha desplazado varios metros desde su primera ubicación, continúa en el mismo andén. Tiene como 50 años y de este negocio sale su sustento diario. Su rutina no cambia sea martes, sábado o feriados, llega a las 9 de la mañana y se va a las 9 de la noche. “Abrir el comercio fue duro, los policías me corrían pero yo insistía… argumentaba que esto era un lugar público y por eso no me podían quitar… luego entendí como funcionan las cosas con ellos… ahora los recibo la primera semana de cada mes por acá”. El soborno o mordida es una veta de corrupción y negligencia por parte de las entidades oficiales, como la policía, estos comportamientos son en gran medida los que generan los problemas que involucran al público y su espacio. Lo público entendido como un espacio de uso y pertenencia colectiva, aquí ha pasado a convertirse en mercancía negociable (de uso y consumo). Don Carlos, cree y esta convencido de que no esta entorpeciendo el uso del espacio público, por el contrario piensa que su presencia como la de sus compañeros de trabajo es indispensable, _“¿qué sería de los pobres estudiantes que vienen sedientos o de usted señorita que viene buscando un cigarrillo?”. Enciendo el Marlboro e inhalo. Ya me empezaron a sudar las manos. La ropa se me pega al cuerpo y siento dificultad para respirar. Quisiera salir corriendo, pero ¿hacia dónde? Vuelvo al reloj: 2 minutos 36 segundos desde que cruce la portería. Mi bus nada que aparece.

El semáforo está en verde pero eso parece no importar –o no existir-, el motorista de la recreativos 1 continúa ahí, esperando a que con la ayuda del voceador se le llene la buseta. “Directo por la quinta, la quinta, comfenalco, terrón” un par de personas que salen de unicentro abordan inmediatamente la buseta, llevan afán, pero allí sentados les toca esperar. “Niña usted no entiende de esto… yo sé a que hora debo esperar aquí, yo sé hace cuanto paso la otra buseta, yo conozco las reglas de transito, yo sé que a esta hora no aparece un guarda… “ y finalmente “No ve que están almorzando”. Esto fue todo lo que dijo el conductor, cuando le pregunté por qué no se ponía en marcha si el semáforo estaba en verde. Sudaba y mientras hablaba sus ademanes denotaban molestia, se pasaba un trapo sucio repetidamente por su rostro, miraba el retrovisor y me miró por única vez cuando pronunció su última palabra. Los espacios públicos como la calle, cambian dependiendo de los ciclos –mañana, medio día, noche-. El conductor de transporte público construye además, una serie de saberes que van más allá del reglamento del tránsito. Su labor se caracteriza por manejar dos espacios, uno interno (el bus) y otro externo (la calle); ambos, espacios públicos. En éste último –la calle- existen reglas establecidas para su uso y coordinación, sin embargo predominan ante tales, la fuerza y la rudeza del vehiculo, además, la necesidad por completar un sueldo que le de sustento a él y a su familia. Para ellos, el espacio público es equivalente a un espacio lleno de gente, a las masas, a las multitudes; casi todos ignoran que su buseta es también espacio público. El reloj me indica que llevo más de cuatro minutos aquí, ¿será que se me paso el bus? Ya estoy mareada, el olor a acpm quemado me pone verde. Arrojo el cigarrillo. Una señora exclama “¡ahí viene!” volteo a mirar y efectivamente allá viene.: es el Blanco y Negro 1. Un suave alivio me alcanza, inmediatamente mi brazo derecho toma posición perpendicular al cuerpo para detener al redentor. Éste se detiene, pero no precisamente por mi mano extendida o la de la señora de al lado, mucho menos porque casualmente el semáforo esta en rojo; se detiene porque según “…La matemática básica,-indica que- como hace más de seis minutos pasó la otra buseta y es el mediodía, -hora de almorzar-, debe de haber mas de una persona esperando esta ruta…”, una no, ¡cinco!; pero el motorista no se pone en marcha _”Hay que esperar, al menos unas cinco personas más, a esta hora aquí el trabajo es bueno”_ además_ “Hay que cuadrar lo de la entrega”. Tomo puesto en el primer asiento detrás del conductor; allí una calcomanía que reza: “por fin nos encontramos los tres”, son dos burros que miran a un tercero –el pasajero-. Estando ya sentada empieza a normalizárseme la presión y la temperatura. El bus está casi vacío. De fondo, los adoloridos, de Radio Calidad. Un minuto y el motorista duda si arrancar o esperar otro pasajero. Ya se han subido otros tres. Ellos se ubican en sus respectivas sillas, no parecen estar agobiados por la espera; sus caras un poco brillantes pero lejos de notárseles mal humor. Desde la ventanilla la perspectiva es otra, se ve en plano general el andén que acabo de dejar, el mismo que alberga –sino más- centenares de personas durante cortos lapsos. Ese andén en que los únicos personajes permanentes son aquellos que hacen usufructo de él; tales son los vendedores ambulantes, la negrita del chance, el voceador. En ese espacio público el caos tiene olor y color, es tan tangible como la reja que separa el centro comercial de la calle. El bus continúa por fin su recorrido y de las ventanillas desaparece como por arte de magia ese escenario de espacios fragmentados que perpetúa su actividad. Parece no importar que yo ya no esté ahí.

GLOSARIO
Agorafobia: fobia a los espacios abiertos llenos de gente
Dromofobia: fobia a cruzarse la calle
Andén o Acera: Superficie lateral y parte de la vía pública, destinada al tránsito de peatones.
Bahía: Zona de transición entre la calzada y el andén, destinada al estacionamiento provisional de vehículos.
Calzada: Zona de la vía destinada a la circulación del vehículo.
Paso peatonal: Zona de la calzada delimitada por dispositivos y marcas especiales con destino al cruce de peatones. (Cebra o zona cebrada).
Sardinel: Estructura de concreto, piedra u otros materiales de forma diversa, que sirve para delimitar la calzada del andén o acera y le sirve de borde a éste.
Cebra: Es una zona exclusiva para el cruce de peatones. Son líneas gruesas blancas paralelas como la piel del animal que le da su nombre.
Semáforo: Dispositivo de señalización, electrónico o electromecánico, que regula la circulación peatonal y vehicular mediante señales luminosas.
Peatón: Persona que transita a pie por las vías o terrenos de uso publico o privado, que sean utilizados por una colectividad indeterminada de usuarios. Son también a su vez quienes empujan o arrastran un coche de niño o cualquier otro vehículo de pequeñas dimensiones y los impedidos que circulan al paso en una silla de ruedas con o sin motor.
Conductor: Es toda persona que está al frente o dirige el desplazamiento de un vehículo. Conductor de vehículo automotor es toda persona facultada por la autoridad competente de Tránsito, previo cumplimiento de los requisitos legales, para desempeñar tal actividad
Agente de Transito: Persona autorizada para vigilar y controlar el cumplimiento de las normas que regulan el transito y transporte.
Vendedor ambulante: es el mercader cuyas actividades comerciales toman lugar en el espacio público, usualmente en las calles de grandes centros urbanos. Una de sus características es la movilidad física y la ausencia de licencias formales o aprobación legal para el uso del espacio

JESSICA PAOLA LONDOÑO
0332745
PRENSA, GENEROS Y LENGUAJE
MARZO -2005

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